Callejero II

Comenzaba a despuntar en el horizonte la silueta de mi vieja ciudad, aquella que tan bien sabía reconocer. Nos acercábamos por la carretera con el coche recalentado sobre el asfalto ardiente, después de las inclemencias de todo el día, y a lo lejos reconocí los torreones de la catedral, engullidos por el desarrollo más vanguardista de la urbe, los edificios cada vez más y más altos a su alrededor; pero en el centro siempre ella, impertérrita al avance de la civilización moderna, como el punto de fuga de un cuadro que comenzó siendo realista y acabó en abstracto. 

La quietud que nos había acompañado durante el viaje no desapareció cuando dejamos la carretera principal para adentrarnos de lleno en el entramado de calles de la ciudad. Era un domingo por la tarde de principios de verano, y la gente que podía permitírselo, y alguna que no, huía al mar y a la montaña, dejando la vida urbana para los animales callejeros y las familias más pobres. El silencio en los barrios era sepulcral y la calma calurosa, aplastante. 
Dejamos el coche en cualquier lugar y callejeamos. El silencio invitaba al silencio. No había una nube en el cielo y eso aumentaba la sensación de inmovilidad, como si el tiempo se hubiera detenido en las sábanas que no se balanceaban en los balcones, en las ventanas cerradas sin cortinas ondeantes, en las campanas que repicaban solitarias en las iglesias rompiendo la monotonía sonora de notas en blanco.
Parecía una ciudad fantasma. Y los fantasmas que la habitaban eran perros, palomas y gatos; los unos paseando por mitad de la calzada, las otras posadas en las cornisas oteando a otros posibles pájaros, y aquellos repantigados a sus anchas en las esquinas donde asomaba un trozo de sombra. Los demás fantasmas eran vagabundos recostados en portones y puertas de donde hoy no iban a echarlos; algunas, escasas y puntuales, familias humildes con su ropa de domingo gobernando el hogar que les habían dejado en relevo; y nosotros.
La ciudad aquel día tenía un filtro amarillo, el sol lo bañaba todo con una luz nueva, diferente al esplendor floreciente de la primavera, más clara y monocromática. Por eso, su silueta era aún más reconocible. Parecía que un arquitecto, antes de marcharse a su retiro en la playa, hubiera repasado con tinta negra todos los edificios, todos sus picos y sus curvas, sus tejados, los campanarios, incluso las farolas, los bancos de los parques, los semáforos, las antenas. Todo estaba increíblemente nítido, como si no hubiera perspectivas. Una ciudad plana plegada sobre sí misma.
Seguimos avanzando. Por supuesto, el río estaba seco, y las aves que habitualmente lo poblaban habían huido, como los humanos pudientes, a sitios mejores, en un ejercicio de golondrinas sin patria ni corazón. Las tiendas, cerradas; locales vacíos con un letrero ruinoso de se vende; las rejas, echadas. En cada barrio, el bar que acogía a los más viejos para jugarse un dominó, o la taberna generacional que ni en agosto echaba el cierre, eran el único atisbo de vida en las aceras desiertas.

Cuando al fin empezó a caer la noche, y la luz poderosa se fue poco a poco extinguiendo, sentí que mis fuerzas se difuminaban con ella. Desde la ciudad casi nunca se veía bien el cielo, y aquel domingo no fue una excepción. Las estrellas se observaron quizás desde otros lares, en el mar y en la montaña, pero allí, la ciudad se contentó con mirarse a sí misma, su reflejo ahora oscuro en los ojos ausentes de los que no estaban, y finalmente se apagó.

Elegí un mal día para regresar. Acaso todos lo eran.
Volvimos al coche y reemprendimos el exilio.

Comentarios

  1. El silencio invitaba al silencio...Me quedo con eso hoy...

    Y para siempre, con tus descripciones tan maravillosas.
    Besos Patricia !!! ;)

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    1. Compartiendo silencios, y textos :) gracias siempre Sofya, yo para siempre con tus palabras.
      Un abrazo grande!

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  2. De una cosa estoy seguro: el río, aún seco, quiere a la narradora de este precioso relato.

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    1. Gracias, Diego, intentaré recordarlo :) Muchos besos, y gracias por estar siempre aquí.

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  3. Los lugares nuestros, ciudades, pueblos, casas, son como las personas: cambia su aspecto despacio. Y si pasamos una temporada sin verlos el reencuentro nos sorprende, nos desconcierta. Pero en el fondo siguen igual en nuestro corazón que no se deja engañar por la luz de un filtro de domingo equivocado.
    Besotes grandes, nostálgica. ;)

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    1. No sé, a veces siento que los lugares mutan, y que soy yo quien se empeña en recordarlos como la época en la que fui feliz en ellos, y entonces dudo de su verdadera naturaleza. Supongo que todo es relativo.
      Besos enormes Fram, ya estoy de vuelta.

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  4. En tus palabras parece la ciudad perfecta. Se puede escuchar y oler su tristeza mientras uno se deja envolver por tus detalles. Tus textos siempre se disfrutan de principio a fin, y no me canso de leerlos...

    Un besazo Patricia! :)

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    1. Eres bienvenido a ella siempre que quieras, entonces :)
      Gracias Andoni, ahora que no tengo apenas tiempo para leer ni escribir, tus palabras me llenan muchísimo, un abrazo!

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