Cuento de verano II

Se levantó con un buen humor inusual. Cogió su taza favorita y la llenó de agua caliente y unas hojas de té. Cuando agarró el tarro de azúcar se lo acercó a la nariz para asegurarse de que no lo estaba confundiendo otra vez con la sal, pero se ensimismó y respiró sin querer cerca del borde. Los granos blancos volaron silenciosamente y se esparcieron por todas partes, pero no le importó.
Abrió las cortinas que ondeaban con la brisa vespertina y sacudió la alfombra por la ventana. Hacía años que no hacía la cama, le encantaba ver la sábana blanca desparramada por la superficie.
Se lavó la cara con agua salada y decidió que eran suficientes preparativos. Acercó la mesa a la ventana y se sentó en la silla. La altura del alféizar era perfecta y podía contemplar todo el mar.

Entonces cerró los ojos y respiró. Aspiró el olor del té, de la sal y del agua. Abrió los ojos y dio un sorbo. 
Estaba preparada.

Extendió ante sí un gran papel blanco y eligió uno de los lápices, de los de mina más blanda. Esa noche había soñado con pájaros y empezó a plasmarlos. Pájaros de alas grandes y muy abiertas, de envergadura colosal. Pájaros de todos los tamaños, pero siempre con sus brazos extendidos. Pájaros que querían abarcar el mundo.
Había sido un buen presagio. Deslizó distintos carbones por el papel, emborronando con el dedo donde era preciso, creando matices, sombras y realidad. Entonces empezó a transformar el dibujo. Asemejó las alas de los pájaros a las velas de los barcos, y les hizo surcar los cielos. Naves navegando en un mar de nubes esponjosas, de algodón de azúcar. Aves volando en un cielo de olas y espuma. Con los lápices creaba formas bellas en el papel, y de fondo se oía el graznar de gaviotas y el susurro de la marea.

A cada rato se paraba y dirigía la vista al exterior. Devolvía la taza a su mano y el líquido caía por su garganta con un gorjeo parecido al de un gorrión. El día estaba lleno de plumas y ella se estaba convirtiendo en pájaro.

Cuando se dio por satisfecha contempló su creación. No era una obra de arte, pero era un reflejo de su alma. Su estado de ánimo, sus sensaciones, sus sueños. Una blancura llena de alas y de esperanzas, trazos de viajes y de escapadas, barcos de papel de vida y libertad que ninguna goma podría borrar.
Se miró las manos negras de carboncillo y las yemas de sus dedos convertidas lápiz. Su poca profesionalidad quedaba latente en el dibujo y en las huellas dactilares desparramadas entre las aves. Pero le gustó. Supo que ésa era su identidad y un reflejo de ella.

Cogió las llaves de casa y, dejando una marca negra en la puerta, se fue a nadar por el cielo y a volar por el mar.

Comentarios

  1. Te leo y me imagino la escena punto por punto, desde el casi echarle sal al café hasta el observar el mar y el vaivén de las olas por la ventana. Después los pájaros, las alas...

    Si alguna vez me siento libre en mi imaginación creo que sólo lo consigo en una escena como la que describes. Creo que amo demasiado los verdeazules y por desgracia, ahora los veo demasiado poco a menudo.

    Gracias por transportarme y hacerme feliz en el viaje.

    Cuídate.

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    1. Más de una vez le he echado sal al café, lo confieso. Y ya ves que a mí también me pierden los verdeazules, demasiado, y necesito una escena de estas demasiado también.
      Me alegro de haberte transportado y de haberte mecido en olas de nubes :)

      Abrazos.

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